Una breve pieza instrumental le abre las puertas a la magia. Se llama “Black Cat”, y anuncia que David Gilmour no cesará jamás en su propósito de buscar la belleza a través de su guitarra. De sus 78 años de vida a la fecha, lleva casi sesenta en ello. No solo por lo que significó para bajarle el tono dramático, atormentado, al otro genio de Roger Waters, en Pink Floyd; sino también porque tuvo que hacerse cargo de semejante banda tras el corte final de 1982 –y llevar el barco a buen puerto, claro-, además de acompañar ese proceso con un hacer solista a la altura. Lo que anuncia “Black Cat”, entonces, es un paso más en la batalla en el devenir de este genuino héroe de la guitarra que jamás necesitó de poses, de gestos histriónicos o de caretaje escénico, para transformarse en uno de los guitarristas más venerados de la historia del rock.
Lo que anuncia “Black Cat” es al cabo por dónde irá Luck and Strange, quinto disco solista del músico inglés en casi cincuenta años de trayecto, con mojón cero en aquel debut epónimo de 1978. Grabado entre las ciudades de Londres y Brighton, publicado en vinilo, CD, Blu Ray, y digital, y producido por Charlie Andrew –además del mismo David- el primer disco que el ex Floyd publica en nueve años –el último había sido Rattle That Rock (2015)- marcha sistémico por el elegante, reflexivo y climático mundo sonoro que suele transitar el guitarrista y que, por esperable, no obstruye la posibilidad de sorprender.
Sorprender por su cuota nostálgica, por caso, que se deja entrever en el tema epónimo, porque tal fue grabado con Rick Wright, tecladista de todas las eras de Pink Floyd, fallecido en septiembre de 2008. Resulta que cierta noche del año anterior, ambos se juntaron a zapar en el granero de la morada del viejo David, y quedó como resultado esta cálida perlita blusera, en cuyo ocaso brillan el piano eléctrico y el órgano Hammond de Wright.
El factor sorpresa pasa también por la intervención de casi toda su familia nuclear. Romany, su hija, lo acompaña en “Between two points”, cuyo sustrato ancla en una finísima revisita del tema grabado por el dúo The Montgolfier Brothers, en Seventeen Stars (1999). Gilmour hija resalta no solo por los genéticamente consecuentes fraseos de su voz, sino también por la ejecución del arpa, cuyo vuelo le viene al pelo al vuelo intrínseco de su padre. Y enamora al resto por su nublado y onírico gris inglés, muy pero muy a la altura de la historia. Bella conjunción entre una voz y una guitarra que se conocen más allá de la música. Bella canción.
Padre e hija se funden también en “Yes, I Have Ghosts”, gema donde las cuerdas de Will Gardner visten la pluma de la novelista Polly Samson, mujer actual de David, y madre de Romany. “El disco está escrito desde el punto de vista de alguien de edad avanzada… la mortalidad es la constante”, cuenta ella, autora de la letra de la mayoría de las canciones. De “The Piper’s Call”, por caso, tema en clave folk-celta en que el solo guitarra apunta directo al lado nítido del alma, al igual que los de “A Single Spark”, y la epifánica “Scratted”, ambas dos para delicia de los más floydianos.
La compañía de David se extiende a sus tres hijos -Charlie, Joe y Gabriel-, dos bajistas (Guy Pratt y Tom Herbert), tres bateristas (Adam Betts, Steve Gadd y Steve Di Stanislao), dos tecladistas (Rob Gentry + Roger Eno), y el citado Gardner, en cuerdas. Y lamentablemente -David no es Roger-, la tercermundista Buenos Aires no es una de las plazas elegidas para presentar el flamante trabajo. Sí las primermundistas Roma, Londres, Los Ángeles y Nueva York, por donde el viejo David se paseará con su troupe durante el segundo semestre.
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